Mickey Rourke
Suena un bolero negro, siniestro. Y yo sonrío. Me gustan los boleros cuyas heroínas son putas. La putería es un gran tema, y más si es tropical. En especial cuando es tropical. Yo conozco ese mundo, no porque sea muy ducho, o porque tenga las características del chulo y el cabrón. Lo conozco porque soy un sabueso, tengo olfato e intuición, y llegado el momento prefiero escuchar a los demás que embriagarme con mis onanismos. Es decir, soy listo. Lo digo sin falsa modestia y sin jactancia, esa es mi cualidad. Soy listo.
Soy hombre, varón, macho. Normalmente no veo al mundo desde la perspectiva de mi género. O mejor dicho, no pienso en ello todo el tiempo. Sí en algunos momentos, como éste, mientras suena el bolero y en el televisor veo el box, sin volumen. Soy un hombre y me gustan las mujeres. Un chingo.
Soy hombre, he envejecido. No soy un anciano, claro, pero ya he vivido la mitad de mi vida, si no es que más. Tengo 36 años, con suerte viviré otros 36. A veces lo deseo, a veces no. A veces pienso que lo mejor sería morir joven, cuando todo aún dependa de mí, cuando aún pueda valerme por mi mismo y deje un cadáver decente, al que no haya que disfrazar de modo grotesco.
Confieso que tampoco pienso mucho en ello. De hecho, hay meses enteros en los que no pienso en nada que tenga que ver conmigo, pues esa es una tarea muy desgastante, además de nociva. Por eso leo mucho, o trato de hacerlo. Lo curioso es que a veces, asomarme en el alma de personajes ficticios, me lleva de golpe a encarar a la mía. Soy el gran Gatsby, soy hijo de Francis Scott Fitzgerald. Y no soy el hijo bastardo porque mi mamá fue Zelda. Pero también soy Philip Marlowe (no tantas veces como yo quisiera), y otras veces el monstruo de Frankenstein. O Pedro Páramo.
Soy hombre, un hombre solitario a quien le gustan las mujeres (aunque las mujeres prefieren a hombres más sociables y sonrientes, la mayor parte de las veces), si tengo que escoger entre escuchar una risa femenina y una masculina, me inclino por la primera. Si tengo que escoger entre emborracharme con mis amigos que más quiero, o una mujer que apenas conozco, me voy con ella, como un perro. Ellos lo entienden, por supuesto (son parte de la jauría).
Soy un hombre solitario al que le gustan las mujeres y me he enamorado. Unas veces con más intensidad que otras. Y me gusta. Me gusta sentir la adrenalina de marcar un teléfono, o tocar un timbre antes de una cita. Me gusta perder el tiempo imaginando qué música le puede gustar a una chica, o pasar por los aparadores de ropa interior femenina y pensar en qué compraría ella.
La mente de las mujeres me fascina y me aterra, pero nunca me deja indiferente. Por ello me gusta entregarme a mis enamoramientos, regodearme en ellos como el más feliz de los cerdos en el chiquero más sucio. Me gusta dejar atrás el miedo que me infunde el perder el control de las cosas y dejarme llevar. Vale la pena. Todo dolor se premia con creces. Si en la bolsa de valores de la existencia un minuto de amor y felicidad se paga con un día entero de tristeza y dolor, yo estoy dispuesto a desembolsar mi corazón y firmar cheques en blanco, aunque no tengan fondos. Soy un despilfarrador y un irresponsable.
No me gusta el dolor, ni la soledad, pero no les tengo miedo. La depresión me ha madreado, pero en el fondo me la pela. Soy un boxeador. Un pésimo boxeador que sonríe con la boca deshecha, como Mickey Rourke. Decía Oscar Wilde que los corazones están hechos para ser destrozados y yo le creo. Yo le creo todo a Oscar Wilde, ciegamente. A Woddy Allen se le aparecía el fantasma del gran Humprey Bogart cuando lidiaba con sus inseguridades masculinas, a mí se me aparece Oscar Wilde, un poeta homosexual que murió en la miseria y descansa en una tumba grafiteada con labios y lipstick. A mí me gusta buscar la profundidad en lo superficial. A mí me gustan las mujeres peligrosas, complicadas, me gusta jugar con fuego.
Soy hombre y sé que no estoy bien de la cabeza. Eso lo supe desde muy temprano, cuando era niño y me pintaba los ojos a escondidas, cuando me escabullía a dar una vuelta a la manzana en las noches, para caminar junto a las prostitutas del barrio y embriagarme con su perfume, o cuando le escribía poemas de amor a las playmates de las revistas que le robaba a mi vecino el fotógrafo (la firma que he usado toda la vida se la copie a una Miss Octubre, de los ochenta). Soy hombre y no estoy bien de la cabeza, lo sé. Soy un suicida sentimental. He pagado los precios más altos y más justos, con tal de acariciar la belleza, a veces a zarpazos.
Hace poco una amiga me dijo que siempre idealizo a las mujeres que me gustan, yo respondí que no era cierto. Los defectos de las mujeres que me gustan, no me importan (o por lo menos, no me importan gran cosa). Además, ya lo dije, me gustan las mujeres que me hacen sentir vulnerable. Soy un mantis religiosa macho y me gusta desactivar bombas. Quizá algún día el amor me explote en las manos y en la cara. Soy un hombre y estoy enfermo de amor. A veces soy terriblemente cursi y predecible, y es muy posible que aburra hasta la muerte a las chicas que me gustan, porque también soy simple, ordinario y corriente, pero a veces me da rabia y enloquezco y soy salvaje, y soy interesante, aunque sea un par de semanas.
Soy hombre y me encanta el sexo y el amor, me gustan las miradas en la oscuridad, me gusta aullarle a la luna y más, cuando esa luna es un cuerpo desnudo y moreno. Amo la belleza y me gusta sentirme feliz. Soy un hombre y no soy infiel. No por un asunto de moral, sino por incapacidad. Ser infiel me es tan difícil como conectar un home run. No puedo con ello. Además, soy un pésimo actor y un apostador compulsivo. Soy hombre y soy simple, ordinario, evidente, obvio.
Soy hombre. Amo a una mujer, ella y todo el mundo lo sabe. Amo a una mujer y no sé si ella me ama a mí. No me atormento por ello… no espero nada, aunque quiero todo. El amor no es un negocio, o una transacción. Existe y está ahí. Amo a una mujer que sabe danzar con tacones altos, aun estando borracha. Me gustan sus ojos oscuros y el color de su piel. Yo no le gusto. Lo sé. Esas cosas se saben, se perciben. Ella me quiere, pero yo no lo gusto. O por lo menos, no lo suficiente como para correr el menor de los riesgos, el más chiquito. Aún así, yo me batiría en duelo por ella. Por ella, me subiría al ring por un último round, y ganaría la pelea aunque hubiera vendido cara mi derrota. Quizá esté loca, y al igual que yo, tampoco esté bien de la cabeza Ella es una bomba en mis manos y yo no sé si cortar el cable rojo o el verde para evitar la explosión. Le pregunto a Oscar Wilde, quien me guiña el ojo y se quita el fleco de la frente con su guante de terciopelo. Yo le sonrío con la boca deshecha, justo antes de pensar que el decía que los corazones están hechos para ser destrozados. Suena un bolero negro y siniestro, y una lágrima me recuerda que soy un hombre, mientras todo explota y yo me carcajeo.